"Caribe"

Tendría que estar lloviendo, pensó mientras lo que le sudaban eran las manos, la frente, la recta última de la espalda, y no el miembro, como hacía un par de horas. Sí, podía estar lloviendo, como en los relatos previsibles, como entra la música de suspense en las pelis de sobremesa que se dormía su padre frente al televisor. Podía estar lloviendo, pensó, y no hacer aquel puñetero bochorno porque así, cavar, era una jodienda. Y cavar no era lo último que le esperaba a Mesio aquella noche. Claro está -y esto lo hace todo más divertido- que él no lo sabía.
Mesio tenía una pala en la mano y el estigma de que su nombre de pila sonase igual que la palabra con la que se habla de orina en su pueblo. Ese nombre ocultaba un Nemesio heredado que le daba mucho por saco. La pala era para ocultar un cuerpo, y su peso, el de la pala, también le daba bastante por saco. El cuerpo... para hablar del cuerpo tendríamos que rebobinar: ver cómo Mesio cava hacia atrás, cómo la tierra vuelve a su sitio, cómo el cuerpo desaparece de la escena, cómo antes de nada está erguido, cómo transcurre una semana hasta que Mesio está sentado en la barra de un bar, al mediodía, entre pinchos de tortilla, obreros, bonito con tomate, dos esquizos discutiendo sobre la palabra “desaceleración” y un camarero rellenando cupones para otra vida. Hasta la llegada del reponedor de Mahou.

Este es el inicio del relato "Caribe", de Sofía Castañón, que está incluido en La edad del óxido.

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